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viernes, enero 14, 2005

Las Plumas del Cuervo: Caso 1 (3/5)

Emocionante eh? ... ya casi termina el primer caso, no lo podrán creer ;)


Siempre he sido un sujeto muy callado, no un antisocial, pero tampoco un charlatán que para estar tranquilo tiene que emitir algún comentario de cualquier hecho que ocurra. Me perturba demasiado el tener que escuchar a toda hora, y en donde esté, la historia de alguien. ¿Por qué mi aversión al escuchar a los otros?, eso se lo debo a mi maldición de tener una imaginación muy volátil –y muchas veces malsana-. Cada vez que escucho un pequeño fragmento de conversación termino de armarla inconcientemente. De un simple comentario creo un mundo, personajes y tramas condenadas a desaparecer, segundos después, que escucho otra conversación, de la cual a su vez creo otro mundo totalmente distinto al anterior. Éste defecto fue el que me arrastró a escribir estas páginas, todo con el fin de poder liberarme un poco de los fantasmas que me acosan todo el tiempo.

Mientras permanecía callado, abstraído en mi mismo, Fernando me hablaba sobre un informe que había recibido de otra ciudad. Por lo poco que capté era algo referente a un asesino en serie que mataba siguiendo un patrón que nadie había podido descifrar.
-El mundo está loco Steven, ya ve como cualquiera puede matarlo sin usted tener la culpa, y al final de cuentas todo queda como si nada –musitaba Fernando con un cigarro en la boca.
Asentí por reflejo mientras pensaba en aquella jovencita muerta. Una de las cosas que me atormentan –mucho más que cualquier conversación- es cuando se comete un crimen; ya que alguna fuerza sobrenatural ajena a mi voluntad, me obliga a imaginármelo todo con lujo de detalles. Esto me causa una especie de mórbido dolor que nunca he podido evitar y en el cual recaigo a cada instante. Dicho dolor, en parte, me ha obligado a buscar los culpables de cualquier suceso, por pequeño que sea.

Sin siquiera ver la escena del crimen empecé a sentir la desesperación que vivió aquella jovencita. Probé un poco del dolor que la llevó a tomar esa terrible decisión de ponerle fin a su vida. Sentí el vacío de un amor perdido, un familiar muerto, la desesperanza por la vida; un torrente de emociones que al final eran simples conjeturas sobre su muerte. Mientras más cerca estábamos del río Dante, miles de vertientes se abrían en mi mente y cientos de punzadas se sentían en mi corazón. Tal vez una de las peores maldiciones que aquejan a los seres humanos, es aquel instinto primitivo –del cual muchos niegan su existencia a pesar de haberlo sentido, cuando menos, un par de veces en su vida- de la intuición. Esa sensación de inseguridad que nos advierte que algo está mal, aunque no sepamos qué es, esa percepción que viene de los lugares más recónditos de nuestro cerebro –o nuestro corazón- se ha convertido para mí en una de las peores torturas que un humano puede sentir.

Esa intuición desmedida me estaba asesinando aquel día nublado. Sentía una desesperación indescriptible, ganas de correr, llorar, gritar y todo sin explicación alguna. Mi única salvación –más bien, perdición- era llegar al sitio del crimen; éste era el único pensamiento que ocupaba mi mente y movía mi cuerpo. Fernando, mientras caminaba a mi lado dijo con la voz entrecortada:
-¿Cuál es la prisa Steven?, estamos casi corriendo hermano
-Tenemos que llegar pronto, tengo un mal presentimiento y tu más que nadie sabes cómo funcionan las corazonadas conmigo –respondí-.
La calma que reflejaba el rostro de Fernando se transformó en una expresión casi fúnebre al escuchar mis palabras. Fernando sabía bien que en todo este tiempo que llevamos “trabajando” juntos nunca me ha fallado la intuición. Muchas veces para provecho, otras para desgracia, pero siempre mis predicciones y corazonadas eran acertadas.

Los escasos metros que hay desde la salida de la avenida Francia hasta las inmediaciones del puente Séneca se me hicieron infinitos. Todo estaba en silencio cuando empezamos a andar aquel camino verde que bordea el río Dante. Era una tensa calma, que sólo se veía interrumpida por los cuervos revoloteaban a lo lejos. Parecía un cuadro o una fotografía; todo estaba congelado en el tiempo. El viento no soplaba, el pasto no se movía, el río ni se sentía; sólo se escuchaba los graznidos de los cuervos que revoloteaban a unos 100 metros de nosotros. Sin duda alguna, ahi yacía el cuerpo de aquella jovencita que sin proponérselo destrozaría mi vida, me quitaría el corazón y la razón sin yo poder evitarlo.

Casi corriendo llegué al sitio. Tres oficiales de policías –entre ellos el jefe de Fernando- estaban rodeando el cadáver de la chica. Recuerdo bien que cuando los vi, sóo eran sombras negras para mí -ahora que hago memoria es que me [entero] que ellos estaban allí ese día-. Fernando se presentó ante sus compañeros y su superior mientras con temor, su servidor, se empezaba a acercar al cuerpo. Los oficiales se fueron a un lado con Fernando, dejándome el campo abierto para observar aquella escena grotesca que cambiaría mi vida.





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