Las Plumas Del Cuervo: Caso 1 (5/5)
Después de ese “ataque”, todos los recuerdos de los días siguientes vuelven a mí en pequeños fragmentos dispersos mientras escribo estas líneas. Durante días sólo me dedique a tomar alcohol, consumir opio y destrozar todo lo que estaba a mi paso. De esos caóticos, sólo poseo vagos recuerdos: una pelea el café Opera, Fernando sacándome de prisión, Reinhardt gritándome, la gente señalándome en la calle, una cortesana sonriéndome, una anciana abrazándome. Retazos y retazos que hasta el sol de hoy no se si fueron productos de mi imaginación o si en verdad sucedieron.
El día que salí de ese caos fue un sábado lluvioso. Lleno de ira y dolor me interne en el segundo piso de la biblioteca, lugar que era “nuestro sitio” y donde se encontraban todos mis recuerdos. Empecé a ver los títulos de los libros, buscando el que nos unió, aquel que me hizo conocerla. Después de unos minutos de una desesperada búsqueda lo encontré, viejo y destartalado como mi alma: “El banquete” de Platón. Lo tomé y sin siquiera abrirlo empecé a recordarlo todo. Por un instante olí su perfume, sentí su respiración en mi cuello, sus brazos rodeándome mientras lo leíamos juntos. Escuche su voz, sentí su mirada y regrese en el tiempo:
-Yo no creo que Platón tenga razón –dijo Verónica con esa inocencia que me cautivaba.
-¿De qué hablas mi vida? –respondí abrazándola con dulzura.
Ella sonrió regalándome una de esas miradas que me devolvían la vida en un instante.
-Platón decía que el amor es una especie de estado mental en el cual se pierde el juicio y por eso todo se ve hermoso, de hecho lo comparaba con la locura-dijo sonriente. Yo le robe un beso y le respondí con una mirada cálida:
-Pues si el tiene razón, no me importa estar loco por ti.
Ahora estando en el medio de la nada, de la oscuridad de estos libros me doy cuenta del grave error que cometió aquel filósofo griego.
-¡Maldito seas Platón!, Maldito seas por unirnos, por hacer que perdiera la razón por ella… por todo…-grite histérico corriendo por todo el lugar.
Lancé el libro contra una pared y lloré hasta quedarme seco, hasta que no quedó ni una lágrima más en todo mí ser. En ese estado de desesperación adquirí mi nueva condición “humana” –si a eso se le puede llamar así. Por un instante deje de sentir, me volví inmune no sólo al dolor, sino a las emociones. Me había convertí en un cúmulo de recuerdos andantes, una especie de antiguo diario que sólo sirve para releer los mismos recuerdos una y otra vez.
El cuervo que llegó aquel trágico día se quedó en mi cuarto. Harto de luchar contra él, lo adopté como mascota y lo llamé cariñosamente Allan, en honor a Poe. Durante varios días me persiguió la misma pesadilla de Verónica. Visión que me sacó a patadas de aquel cuarto de la biblioteca que se había vuelto todo mi mundo como una vez lo fue el cuarto del orfanato. Salí de mi cuarto y empecé a caminar por la biblioteca, mientras Allan me seguía saltando de anaquel en anaquel. Tomé el anillo de Verónica –que tenía guardado dentro de mi bolsillo- y cerré los ojos. Una vez más, sin esfuerzo alguno, tuve la misma visión que se repetía una y otra vez en mis sueños: la sombra negra empujando a Verónica. Allan empezó a graznar, por un instante pensé que diría “Nunca más, nunca más” al igual que el poema, pero dicha impresión fue desechada cuando capté el fondo del asunto. Allan, al igual que mi corazón me gritaba una verdad que no quería escuchar, una verdad que se me repetía en sueños una y otra vez: alguien había matado a Verónica y yo debía vengarla. De esa forma su servidor, el siempre presente Steven Lawrence, se convirtió en el ángel proveniente del infierno de si mismo, un ángel que cayó en este mundo con un solo objetivo: La venganza.
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