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miércoles, enero 12, 2005

Las Plumas Del Cuervo ... continuación

Saludos a todos! Aquí está la continuación de las plumas del cuervo! disfrútenla, cada vez se pone mejor :D
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Fernando, un colombiano moreno de estatura pequeña pero mayor que yo en edad, tenía puesto su uniforme de trabajo –pantalones negros con un chaleco y chaqueta del mismo color-, dicho atuendo era una de las cosas que él más odiaba; eso sin mencionar el hecho de tener a toda hora un odioso sombrero negro en forma de copa. Él es una de las pocas personas que se ha ganado mi entera confianza y ha sido mi mano derecha desde que llegué al pueblo, a pesar de su carácter amargado y su forma apática de ver la vida. Amante de la literatura de Poe –casi tanto como yo- decidió ser policía gracias a su pasión por resolver crímenes, afición que comparto y que me arrastró –en parte- a irme por el camino del periodismo. Desde pequeños hemos vagado por cada rincón del pueblo “resolviendo casos” como los han sido perros perdidos, objetos robados por mendigos de la zona, entregar paquetes y correspondencias, por nombrar algunos. Además de ser mi mejor amigo, Fernando ha sido mi mayor “fuente” de noticias, todo el tiempo me consigue sucesos que la mayoría del pueblo ignora para que los publique, de igual manera, siempre lo ayudo consiguiéndole datos para sus casos. Juntos hemos resuelto varios crímenes, desde una conspiración para asesinar al alcalde del pueblo hasta un enorme robo al banco “Hiroshima”. Gracias a nuestras hazañas nos hemos ganado el apodo de “Los detectives salvajes” junto con el respeto y cariño de todo el pueblo.

-Oiga hermano, le tengo una noticia de primera página –dijo Fernando mientras veía a los lados-.
-¿Un robo? ¿Noticias de guerra? –respondí alzando mi ceja derecha-.
-Algo mejor, me acaban de informar del suicidio de una señorita.
Una punzada que me hizo temblar llegó a mi corazón y de inmediato pregunte:
-¿Y no sabes quién es?
-Negativo mi camarada.
Un rayo cayó y el cielo empezó a nublarse aún más. La luz del sol se torno gris al ser filtrada por las enormes nubes; los cuervos graznaron y volaron a todos lados.
-Esos pájaros no mienten Steven, esto termina de confirmar la noticia que te doy. –dijo Fernando mientras sacaba un cigarrillo de su chaqueta negra-.
Para los que no lo sepan, el cigarrillo es una especie de tabaco pero mucho más pequeño y es algo que ha estado muy en boga en estos tiempos.
-Deberías dejar ese vicio, eso no te hace bien. –atiné a decir mientras mi mente seguía pensando en aquella señorita muerta-.
-Claro que me hace bien, cualquier cosa que me tranquilice no puede ser mala –respondió mientras echaba una bocanada de humo-.

Fernando subió con su pulgar derecho el sombrero negro que cubría casi todo su rostro dejando ver, de esa manera, unos lentes redondos y detrás de ellos sus tristes ojos grises. Revisó su bolsillo izquierdo del cual sacó una leontina seguida de un pequeño reloj de plata.
-¿Entonces Steven? ¿Piensa estar todo el día ahí parado?
Con la mirada perdida en un oscuro callejón –como el de mi alma- que da hacía la calle Portugal le respondí:
-Por supuesto que no, vamos a ver que sucedió.
Mientras atravesábamos rápidamente la calle Buenos Aires, Fernando me daba los detalles del suceso.
-La jovencita fue hallada hace una hora o menos en las orillas del río Dante, al parecer se lanzó desde el puente Séneca ayer en la noche –contaba Fernando mientras se hacía paso entre la multitud-.
Yo lo seguía por inercia, mi cuerpo estaba en el medio de la calle Buenos Aires siguiendo a un policía, escuchando los gritos de la gente, tropezándose con niños que jugaban, sintiendo un calor abrasador que salía del corazón que sólo latía más y más acelerado, como si alguien lo pateara a cada segundo; mientras tanto, mi mente se encontraba ya en un lugar no muy lejano: el sitio del crimen, esperando ansiosa al cuerpo para poder observar en conjunto lo que sucedió. En un santiamén cruzamos entre la gente que se aglutinaba para comprarle a Mohamed, el turco que está en la entrada de la calle y que recibe a todos los que llegan con su mercancía. Casi corriendo llegamos a la avenida Francia, donde sólo se pueden observar pequeños comercios que dan la bienvenida a la gente que llega al ruidoso sur de la ciudad.

Respirando un aire más tranquilo, con menos gente en las aceras, sin personas moviéndose por todos lados empecé a calmarme. Muchas veces el salir a la calle, caminar y tener que escuchar las conversaciones de otros, enterarme de sus historias, sus amores y sus dolores –sin quererlo- me perturba mucho. Es una especie de tortura que he sufrido desde que llegue a este pueblo, y ahora que lo pienso, tal vez por evitarme ese suplicio fue que nunca hable en aquel orfanato. ¿Por qué ha de perturbarme la vida de los demás?, es una pregunta sin respuesta que me ha agobiado todo el tiempo. No creo ser el único al cual el colectivo le perturba, debe haber unos cuantos como yo en la calle, caminando de prisa, sentados en los callejones o leyendo un libro para intentar escapar, inútilmente, del fantasma de la sociedad. Lo que detesto de la gente no es su mal olor, tampoco la manía de caminar sin ver llevándose todo por el medio, mucho menos los prejuicios o las terribles miradas que lanzan a un desconocido. Lo único que odio con todo mi ser de las sociedades, es esa condición sine qua non de estar hablando todo el tiempo.

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